jueves, 1 de agosto de 2013

EL AFUERINO

Se despertó con el frío abrazado a sus espaldas y, aunque le quitara más de la mitad de la cobija a la mujer que roncaba a su lado, no hubo caso de apartarlo. Se había incrustado en su piel cual garrapata ovejuna. Por lo tanto no le quedó otra solución, que apretujarse a las enormes tetas de la dormida Susana. —¡Maldita sea! Desde que había llegado al pueblo, sólo miserias y desgracias le habían ocurrido. Primero caer en manos de esta india rechoncha y mal agestada que no tenía ni el menor resquicio femenino ¡y todo por una maldita apuesta!—refunfuñó entre dormido y mal humorado. ¿Quién se lo iba a imaginar que a la primera noche de pasar en este hediondo y vulgar pueblucho, tendría que hacerse cargo de aquella mole? ¡Ah! Si hubiera sido adivino en ese momento y hubiera cambiado sus cartas, se habría quedado con un buen par de billetes y una docena de ovejas, ¡pero no! tuvo que perder como el más pendejo de los principiantes. Aunque también, habían influido en el juicio de la decisión, las incontables copitas de aguardiente. —¡Si gana, don… —había dicho aquel capataz huesudo y ordinario— se queda con todo el dinero y mis ovejas! Pero, ¿y si pierde?… ¿Qué está dispuesto a ofrecer? Mire que con esos tristes billetes que acaba de poner en la mesa no le alcanza ni para comprarme un par de ovejas. Estaba por desistir con la misma tristeza de alguien que viene de perder la oportunidad de su vida, cuando desde el fondo un larguirucho con aspecto de tuberculoso tuvo la idea del siglo. —¿Y si apuesta el casamiento con la gorda Susana? —dijo con cargado acento burlón. Todos los que se encontraban en el boliche, rieron con ganas, y entre vítores y bromas pesadas prácticamente impusieron la apuesta. Su contrincante luego de pensarlo un momento, cabeceó con aire ladino, y con palabras bastante serias, exclamó: —Si usted gana, se lleva todo lo que está en la mesa, incluyendo mis ovejas, pero si pierde, ¡se casará con la gorda Susana apenas pase el cura por el pueblo! ¿Qué dice? Miró hacia la puerta por donde recién acababa de entrar la famosa viuda del arriero Agustino, y un escalofríos recorrió por su nuca al ver la prometida. Era una mujer joven, de rasgos insípidos, y con unas cuantas decenas de kilos adornando su figura. Esta, al recibir la noticia, en vez de enojarse con aquellos insulsos ovejeros al decidir por ella, rió con agrado, y sin chistar, aceptó el trato. —Si pierde mi rey, tendrá un linda mujercita que le calentará los pies este invierno; no se preocupe —dijo alegremente afirmándose en el palo de la escoba que en ese momento usaba para barrer el establo de don Facundo. Todos se quedaron a la espera de su respuesta. —¡Que así sea!— gritó segurísimo de sus cartas. ¡Pero qué bruto más grande! ¡Cómo fui a aceptar semejante estupidez! Se volvió y quedó con una de aquellas colosales mamas embutida en su rostro, y allí se acordó de la segunda desgracia que venía de sucederle y que era aún mucho mayor y que seguramente, le traería graves problemas con la justicia en un futuro no muy lejano. Recordó con cierto desasosiego los hechos ocurridos la tarde anterior, pues si bien era cierto que no había sido necesario llegar a tan lejos, consideró que el prestigio de su nombre no lo ensuciaba nadie, razón por la cual había aceptado aquella pelea que tanto revuelo dejó en el pueblo. ¡Pobre hombre! ¡No tenía ni una oportunidad de ganarme! Si hubiera sabido lo de mi reputación en otros lejanos condados, quizás jamás se habría trenzado en una pelea semejante. ¡El corvo era mi especialidad! Y aparte de "el Muñeco", "el Ñato" y "el tres Banderas" —únicos invencibles en el manejo de esta arma tan mortífera—, no había nadie por estas tierras que pudiera igualarme. ¡Mala suerte para él! La mañana se estaba sacudiendo la niebla cuando un terrible golpe estremeció la puerta del rancho. Se levantó de un salto y acercándose al amasijo de tablas que taponeaba a medias la abertura de la entrada, gritó aclarándose un poco la voz: —¡¿Quién anda por ahí?! Al no recibir respuesta se acercó a su morral y sacando un revólver se pegó a la pared. En estos casos sobre todo si ya te has "despachado" a uno, nunca hay que bajar la guardia —pensó mirando por una de las innumerables rendijas de la casona. Y al no ver a nadie abrió con cautela, atisbando cada arbusto que se encontraba cerca, pues una escopeta podía llegar a ser mortal a más de treinta metros. Mas al mirar hacia el suelo, vio un ladrillo con un papel envuelto a su alrededor. Extrañado lo levantó y desplegó la hoja para leer lo escrito: « Lo espero hoy al mediodía en el mismo lugar donde tuvo la riña. Desiderio Magullen, hermano del occiso » —¡¿Pero es que esto no va acabar nunca?! ¡¿Querrán morirse todos descuartizados estos brutos?! —gritó exasperado. El lastimoso rechinar del somier le hizo volverse, para encontrarse de lleno con el rostro de chinchilla de la mentada Susana. Esto le irritó aún más. ¡Recondenado pueblo de mierda! ¡¿Para qué habré venido?! No llevaba ni una semana en esta pocilga y ya tenía una mujer a la que no quería ver ni en pintura, y a un "fiambre" sobre sus espaldas, y ahora otro que quería seguir los mismos pasos del hermano. ¡Joder! ¡¿Hasta cuándo me seguirá la mala suerte?! —gritó con el paroxismo del enojo agrietando su voz. Lanzó un sonoro escupitajo y se tiró a la cama tapándose con la cobija sin importarle un carajo que la gorda se quedara desnuda y sin cobertura. Al rato otros golpes en la puerta vinieron a interrumpirle el sueño, pero esta vez fue Susana la que abrió. Por entre la frazada pudo reconocer a dos de los peones del fundo "Los jilgueros" cuyo dueño lo había contratado para domar algunos potros salvajes, un oficio que había aprendido muy bien en el ejército. Susana hizo pasar a los recién llegados y luego desapareció en dirección al patio. Seguramente para ordeñar la vaca y preparar el desayuno—pensó. —Y ustedes ¿a qué vienen?—preguntó sentándose al borde da la cama. —Bueno. Venimos a acompañarlo al fundo —dijo uno de ellos. —¡¿Y desde cuándo necesito niñeras?! —respondió con el enojo nuevamente subiéndole por la sangre. —Es que el patrón no quiere meterse en líos y nos ha enviado para decirle que vaya a buscar sus cosas y se marche antes del mediodía —continuó el peón, quién miraba con cierta avaricia las espuelas de plata colgadas en un rincón. —¡Ah! Ya le fueron con el cuento de que el hermano del difunto quiere la revancha…¡Menudo grupo de hocicones! —¡Pueblo chico pues, don! —respondió el otro apretando la chupalla que tenía en sus manos, y ahora mirando las botas que se encontraban junto a la cama, mientras el otro se dedicaba a tocar con interés algo desmesurado, su poncho colgado en un clavo al costado de la única ventana. —¡Hey¡ ¡¿Y a vos qué te pasa con mis cosas?! —gritó reparando en la actitud del segundo hombre. —Nada, don, sólo estaba viendo si me podía quedar bueno —respondió con todo desparpajo. No supo si reírse o echarlo a puntapiés. Pero lo que realmente le causó sorpresa y al mismo tiempo recelo, fue que al volverse, el otro estaba poniendo su pie al lado de las botas en una clara manifestación de estar probándoselas. —Pero ¡¿qué mierda les pasa a ustedes?! —vociferó ahora con todas sus fuerzas. — Bueno, don, como usted bien dijo ayer después de haber matado al mañungo, que su secreto era el saber manejar el corvo a la perfección, nosotros también tenemos acá en el pueblo, un secreto, y es Desiderio Magullen —dijo en un hilo de voz el primero de los hombres. —¿Y qué tiene que ver ese tipo conmigo, aparte de andar dejando mensajitos en las puertas de la gente?—articuló, todavía con el mal humor saltándole por las venas. —No, nada; sólo que Don Desiderio, después de andar por mucho tiempo pelando el corvo, vino con su hermano a radicarse por estas tierras —mencionó el hombre, ahora dirigiéndose, sin importarle que aquel forastero le mostrara los dientes, hacia las espuelas y tocarlas con delicadeza. —¿Pelando el corvo? —repitió el afuerino sintiendo una leve ráfaga de aire levantarle los pelos de su nuca. —Sí, don, pelando el corvo. Porque a Desiderio Magullen, antes de venir a ocultarse en este pueblo, le decían "El muñeco"… FIN

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